viernes, 17 de junio de 2011

Si vivimos enfocados en desarrollar los valores y en convertirnos en personas virtuosas, naturalmente llegaremos a un punto en que la madurez será nuestro sello o distinción, virtud que puede definirse como la capacidad de integrar todos los aspectos internos y externos de nuestro ser para alcanzar la realización como persona, en función de todo el contexto o ambiente que nos rodea.

Es una de las virtudes que se alcanza de forma indirecta, al practicar concientemente otros valores tales como el altruismo, la generosidad, la bondad, la justicia, la laboriosidad, etc. 

Tenemos, por un lado, la madurez física, la cual se logra gradualmente por la fuerza misma de la naturaleza, la cual, al igual que las plantas y los animales, nos hace pasar indefectiblemente por diferentes etapas de crecimiento. Como seres humanos pasamos las etapas de la infancia, la adolescencia y la juventud hasta llegar a la edad adulta. 




Por otro lado, existe la madurez interior, aquella mental y/o espiritual, que es el resultado de un trabajo conciente de observación, reflexión y práctica de ciertos valores que se incorporarán gradualmente en nuestro diario vivir y esto requiere de nuestra cuota de responsabilidad.

La madurez como virtud está estrechamente ligada a la sabiduría, que une inteligentemente las experiencias agradables y las no tan agradables, con el fin de extraerle valiosas enseñanzas capaces de ser transmitidas como un legado a las generaciones venideras.




Son admirables aquellas personas maduras que poseen la capacidad de encarar disgustos y frustraciones, incomodidades y derrotas, sin queja ni abatimiento; siendo lo suficientemente humildes como para decir “me equivoqué” y cuando se está en lo correcto, no necesitan la satisfacción de decir: "Te lo dije".
´La madurez es el arte de vivir en paz con lo que es imposible cambiar




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